ALBERTO MARIO PERRONE, «TODO POESÍA»
Alberto Mario Perrone, «Todo Poesía».
Prólogo: Andrew Graham-Yooll.
Buenos Aires, La Luna Que , 400 pags. 2015.
Escribir sobre la poesía de Alberto Mario es difícil, por dos razones: la primera, que se trata de buena poesía, compleja, densa, entretejida de metáforas, alusiones abiertas al lector, asociaciones inesperadas, contradictorias pero posibles desde el momento inicial de la escucha interior. La segunda razón es más bien contextual: ya se ha escrito bastante y muy bueno acerca de ella.
La necesidad de poner negro sobre blanco algunas ideas y emociones que me inspira la obra de Perrone es, para empezar, toda mía. Me gusta poner por escrito lo que pienso cuando algo me conmueve. No quisiera olvidar algo que aquí o allá me hayan develado los versos de Alberto. Poner esos chispazos al alcance de los demás es lo que el poeta me ha pedido, se lo agradezco y confío en que haya quien crea que mis opiniones le han servido, mínimamente.
Hola madre me condujo a la evocación de mi propia madre. Siempre la recuerdo, pero traerla poéticamente a la memoria, que es el resultado de mi primer acercamiento al libro, es diferente. Me ha sucedido como si la tuviera físicamente a mi lado. Extraño, las palabras se convirtieron en una materia sutil, mas no hice el gesto de Ulises cuando vio la sombra de Anticlea. Me bastó con releer las cinco partes del poema.
Corazón de mandarina tiene aires de surrealismo, sin duda. No obstante, me trae otros ecos a la cabeza, por ejemplo, el de lo que en el Quattrocento se llamaba «rimare alla burchia», un versificar estricto en cuanto al ritmo y libérrimo, aleatorio en cuanto al contenido, como sucedía en los botes del Arno que burchie se llamaban y transportaban de todo de una a otra orilla: cereales, aves de corral, arreos, canastas, herraduras, instrumentos de labranza, muebles, frutas parecidas a la mandarina, precisamente. Burchiello, barbero florentino y exponente máximo de esa forma de escribir poesía, contó que, cierta vez, pasaron una muchacha y sus pretendientes a caballo. Los versos de la mandarina tienen la misma chispa. Cosas del título, que me recordó la novela crepuscular de Leo Perutz, ¿Dónde vas, manzanita? Pero hay también un eco, invertido, de Juanele, en Esto es lo que resta. Dale, leelo en voz alta. Allí está dicha la deuda de verdad que tenemos los argentinos y que Juanele estaba convencido de que algún día pagaríamos.
El espíritu de Luciano de Samosata llegó a mi encuentro en los Azares del Quijote y Gardel. Me sorprendió y, sin embargo, también lo aguardaba, porque Buenos Aires y nuestra literatura tienen mucho de la ironía zumbona (Macedonio, Nalé Roxlo), del escepticismo filosófico (Arlt, Piglia), de la familiaridad con las sombras y los revenants (Cortázar, Mujica Láinez), caracteres todos en los cuales descolló aquel bárbaro de Siria que, en el Imperio romano, escribía en griego.
Del Nuevo Mayo, mejor decir poco. Sobre todo porque vivo lejos y entristece descubrir nuestra insignificancia. Comparto el sentimiento amargamente patriótico de Perrone…Vuelvo a Todo poesía y me topo con el retrato fiel de mi propia condición en el fragmento 12 de Ausente (página 123).
Una reminiscencia de Teresa de Ávila me aguarda en el fragmento 16: «¿No es acaso cierto, que existe aun ese pájaro que vuela al amanecer en ayunas, pero cantando?» Y los versos de amor que preceden al Virgilio en los canales fueguinos y se anudan con las piezas líricas del Marqués de Santillana o Garcilaso. No pido que se lean; los transcribo yo directamente de tan bellos que son: «[…] como es mi amor por vos, por un nuevo milenio / y más, porque es así como te beso / como de ahora en más / vuelven a besarse de sonido las campanas / porque has querido estar y ser conmigo.» Haber descubierto un «colibrí de otoño» también es grandioso, igual que descubrir a la pequeña tejedora de México que hace las delicias de Ruth Corcuera. Me animo a decir que la cúspide del libro se encuentra en la letra de tango más enaltecedora y disparatada de la historia: Dios no mira televisión. Ni en sueños vislumbré los apareamientos de Hokusai, Ovidio y el arrabal.
Hacia el final, Derrota y despojo termina por no ser, paradójicamente, ni lo uno ni lo otro, pues reproduce el gesto primero del humanismo moderno, el que Petrarca lanzó a correr: escribir cartas y estampas atribuibles a los grandes muertos. Aquí, Colón a la reina Isabel, un enamorado a Sor Juana Inés, otro a Lola Mora, el pintor Carlos Morel, Sarmiento y la mapuche que se presentan y se narran a sí mismos. Otra vez y siempre, la deuda que despunta, mejor que nunca en las palabras de la india: «[…] no tengo más que / la vida por perder, sueño y te molesto / con mi carta. Los hijos de mis nietos / tienen hambre.»
José Emilio Burucúa