ENRIQUE MOLINA: UNA AVENTURA DE AMOR Y LIBERTAD, por Ricardo Rubio
Fue un abogado arrepentido, un pintor extravagante y sensual, un poeta apasionado, inquieto y errabundo, que no aceptaba reglas de ninguna clase y reaccionó ante la pretensión de algunos críticos de ubicarlo en la”generación del 40”, junto a los poetas señalados como neorrománticos. Apartado de las influencias de la época (Rilke, Lorca, Neruda), fue uno de los pocos que prefirieron acercarse a los fundadores del Surrealismo y adoptaron algunas de sus fórmulas, sin sentirse discípulos rígidos o acaso imitadores.
Estamos hablando de Enrique Molina, que el 2 de noviembre pasado hubiera cumplido noventa años. Poco tiempo antes de su muerte, en una de las raras entrevistas que le hicieron, el poeta que en su primer libro “Las cosas y el delirio” (1941) había demostrado ya una modalidad sin paralelos con la gente de su generación, aclaró algunas claves de sus búsquedas y entusiasmos juveniles, fijando en forma más o menos categórica las líneas desarrolladas en las obras posteriores y sus preferencias, rechazos y muchos “secretos” de una creación considerada entre las más originales de la literatura hispano-americana de los últimos tiempos. (1)
Cuando leemos los distintos poemas escritos durante más de cuatro décadas, nos sumergimos en una realidad sobrenatural, descubriendo a un hombre casi niño, que se sorprende por todo lo que encuentra y goza con las cosas más ínfimas y cotidianas. “Me fascina cualquier manifestación de la vida: el vuelo de una mosca, el tránsito de los hormigueros, las plantas”-decía Molina en aquella conversación. Una larga lista de elementos que lo sacudían hasta el delirio puede rastrearse en “Pasiones terrestres” (1946), “Amantes antípodas” (1961), “Fuego libre” (1962), “Las bellas furias” (1966) y “Los últimos solees” (1080), entre otras obras. (2)
¿De dónde le llegaban a Enrique Molina estas afinidades con la naturaleza y los elementales fenómenos del universo? Como es lógico, de su infancia en Corrientes, Misiones y Paraná como se ha recordado más de una vez, con su “pasión por la materia, la tierra, el paisaje y el mar… ”Desde pequeño quería ser marino de profesión”-contaba con melancolía.. Olores, sabores, maravillas del mundo en la “búsqueda de comunicación con la divinidad, pero no a través de liturgia”.
La poesía de Molina se nutre de sensaciones y exaltaciones, del sabor de los alimentos y la belleza de los cuerpos. “Tengo una concepción animista que comparto con toda la gente de América” –confesaba. Siendo un poeta sin afinidad con el mundo nerudiano, por la celebración de la comida y los objetos más familiares de sus “Odas elementales”, hay en su lenguaje un desbordamiento de imágenes recogidas de una circulación vital sorprendente, de mayores sugerencias que las del poeta chileno.
Cuando Molina nombra a los alimentos, no quedan circunscriptos a su mera descripción, sino que despierta su “sentido de lo maravilloso”. Deslumbra entonces su propiedad elemental, ligada al cuerpo, y la poesía se abre para transmitir esas sensaciones.
El ámbito mágico del mundo comienza a revelársele desde que ingresa un barco mercante para “hacer de todo”, con la esperanza de vivir en libertad y sentir de mucho más cerca lo que había soñado en su infancia. Recorre deslumbrado los lugares vírgenes de América y Europa, y decide vivir algún tiempo, durante sus travesías, en Chile, Bolivia y Perú. Pasará temporadas en Brasil, México y Guatemala. Su “conducta poética” deja atrás toda relación con la sociedad y las normas establecidas. Una evasión, si se quiere, lúcida y llanamente dispuesta sin lamentar nada. Nada puede perder y la riqueza que lo espera es fabulosa: la “belleza salvaje”, “esos lugares intactos para el sol”, “las cálidas bestias doradas por el trópico”, “las matemáticas del horizonte hasta el infinito” o “los helechos a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños”…
“El viaje de Molina es exilio y rebelión simultáneamente” -escribió Guillermo Sucre en un memorable juicio crítico. (3) Digamos que fue quizás una búsqueda fuera del opresivo ordenamiento cultural y social, de la general complacencia y pasividad de los hombres adaptados a un hogar fijo y al “trabajo a sueldo”. El hotel es su sueño y “reúne todas las promesas”; el hogar, en cambio, puede llegar a ser atadura y estancamiento. “Hotel Pájaro”, una Antología de 1941, simboliza su vida de afiebrado encantamiento y un incontenible poder expresivo. “El ala de la gaviota” (1989) y “Hacia una isla desierta” (1992) culminan este intenso trajinar poético, que resulta también un nítido espejo en proceso histórico del siglo.
No puede dudarse de la herencia surrealista de Enrique Molina, aunque más de una vez afirmara que no pertenecía a ninguna “etiqueta”, y no le gustaba que lo clasificaran “como a un insecto”. Los principios de la escuela francesa adquieren en su voz una dimensión carnal, emotiva, cósmica t rebosante de color. La visión del trópico lo acercaba a la “realidad de lo milagroso e insólito”, a “los cuerpos tibios y poderosos, llenos de hechizos”; y reconociendo las raíces del Surrealismo, no se siente “metido en una camisa de fuerza”, como sostenía.
El fuerte signo de aquel movimiento que postulaba el amor, la poesía y la libertad, lo impulsó a publicar la revista “A partir de cero” (noviembre 1952) con Aldo Pellegrini, Carlos Latorre y Julio Llinás. Un homenaje a Paul Eluard se presenta en el Nº 1, con “Voces” inéditas de Antonio Porchia y un extenso manifiesto de Molina que termina con este conmovedor llamado: “Alguna vez llegará el tiempo en que la poesía (recordemos las palabras de André Breton) decrete el fin del dinero y parta el pan del cielo para la Tierra. Cuando todos se unan para crearla, entonces la vida se abrirá salvaje y pura, y el hombre volverá a poseer la verdad en un alma y un cuerpo”. (4)
Fiel a estas consignas (¿utopías?) y al inagotable fervor que lo animaba, siguió viviendo con austeridad su aislamiento del mundo social. Hizo traducciones y artículos para mejorar sus ingresos luego de jubilarse en la Dirección de Bibliotecas Municipales. En los últimos años rememoró “errores, disparates, locuras” de sus deslumbrantes aventuras por América.
“El ámbito de la poesía de Molina no es sólo el de la naturaleza, sino también el de la mujer”, asegura Guillermo Sucre en su notable y esclarecedor estudio crítico. (5) El contacto con el trópico, “el espacio infinito de lo orgánico”, “los vestidos que caen como un seco follaje a los pies de la mujer desnudándose” o “El desgarrador reino del deseo poblado de ángeles vacilantes”, abren un espléndido panorama que deja traslucir toda la fugacidad, la belleza y la sugestión entrañable del acto amoroso. “Arde en las cosas un terror antiguo, un profundo y secreto soplo”, comienza un poema del marino asombrado.
El acto poético pleno, en Molina, no excluye ninguno de esos soplos vitales. Sería un hecho inconcebible desprenderse de la realidad de la materia, como un símbolo superior de la naturaleza, nada opuesto a lo espiritual. Molina intuye que el “cuerpo” (natural o vegetal) es más que lo que nombra, o nombra todas las cosas, las concentra en una medida intemporal, indivisible.
Esta concentración de sentidos, presencias naturales, estremecimientos y formas misteriosas del amor en la tierra, son las huellas de identidad de un poeta inolvidable.
Ricardo Rubio
(1) “La poesía sacraliza lo cotidiano”. Entrevista de Mónica Sifrim (“Clarín Cultura y Nación), 31 de mayo 1990.
(2) Otra de las obras de E.M. que merece conocerse es “Una sombra donde sueña Camila O’Gorman” (Losada, Bs. Aires 1973, y Seix Barral, 1984) Una historia de amor y de muerte con una “dimensión simbólica y poética”.
(3) “La belleza demoníaca del mundo”, juicio crítico por Guillermo Sucre. Poesía Argentina contemporánea, Tomo 1, parte segunda, 1978.
(4) Revista “A partir de cero” Nº1, Noviembre 1952.
(5) Guillermo Sucre (Op.cit)
DECÁLOGO DE AUGUSTO MONTERROSO
DECÁLOGO DE AUGUSTO MONTERROSO
1) Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
2) No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos –como hacen tantos– para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
3) En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: “En literatura no hay nada escrito”.
4) Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; jamás escribas nada con cincuenta palabras.
5) Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.
6) Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
7) No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
8) Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
9) Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
10) Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
11) No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
12) Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.
(El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.)
A PALO DE GÜESO, poemario de Ramón Fanelli. Comentario de Ricardo Rubio
Aún a la sombra de cercanas heridas, apenas iniciadas en cicatrices, la poesía de Ramón Fanelli, que por momentos roza el plano intimista, el subjetivo emocional, se abre a la mirada crítica y a la denuncia serena, plasmando la realidad tal cual impresiona sus sentidos, con un vocabulario preciso y firme tono convoca no tan lejanas imágenes de abuso y descontrol.
“Ignorar no es cuestión
de salir con un dios
todo el tiempo
a la mano.”
Lo particular de su forma se acentúa en el lenguaje aludido, en el tropo y en la suspicacia tendenciosa pero benéfica, que no aturde pero señala, acusa desde lo emocional, desde lo que un hombre tiene de gregario, desde lo sincero, sin esgrimas especulativas, sin buscar asombrar, alejado de toda pose o pátinas de frases contrahechas, logrando así una voz cruda pero pausada, reflexiva, calmada, que provoca simpatías y seduce de un modo exótico. Firmeza de carácter se advierte en la pluma, agudeza de análisis de los intersticios y coyunturas oscuras de la realidad, filantropía, templanza edificada con esfuerzo, y también sinceridad, esa sinceridad esquiva que en otros casos ensombrece la semántica.
“…el proverbio es la voz
en las manos sencillas
de la gente…”
Ramón Fanelli tiene algo que decir y lo dice vistiéndolo de belleza y alejándose despreocupadamente de los lugares comunes de nuestra poesía, lo hace a fuerza de metáforas contundentes, crueles imágenes y mucha seriedad.
Ricardo Rubio
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CONTRATAPA de “A palo de güeso”, de Mónica Melo
Zonas donde transcurren las ruinas de una arqueología experta en excavaciones, la carne torturada, el gas del corazón multiplicado, la llama de Cromañón, el Riachuelo embriagado de metáforas y balas, la Madres, un teatro en la cruz, Darío Santillán, hacen de este libro un campo de escritura densa y concreta, donde pasados y fantasmas, amados y amantes, vencidos y dueños de soles y tormentos son puestos frente a sí mismos.
Mónica Melo
SILENCIOS AJENOS, poemario de Luis Edgardo Soulè
Con una voz clara, Silencios ajenos, el reciente poemario de Luis Edgardo Soulé propone el repaso y, con él, nuevas conclusiones que el tiempo va modelando a través de la suma de experiencias: «Mi pasado de sal se ha vuelto río», donde «sal» es tiempo y donde río es corriente de la vida y también es vida en sí, fluyente con sensación de eterno. Límpidos, diáfanos, sin máculas, los símbolos aparecen armónicamente pincelados en versos sentidos, sinceros y de abierta belleza: raíz, árbol -signos de tierra y permanencia-, lluvia, agua, gota y otros -signos de vida y cambio-, demostrando una madurez conceptual a la que no todos accedemos por el simple correr de los años.
En este caso, el poeta, que ha reñido con el destino, que se ha frustrado, que ha tenido una visión dramática de la vida, estampa una nueva página en su periplo, una página hondamente reflexiva y el manifgiesto de una emancipación del silencio, del silencio de los otros, como si se tratase de una mirada severa sin palabras.
«Desde algún viejo cuadro / una mirada / custodia los recuerdos» es también un silencio, aunque no un silencio ajeno, no del todo, el indefinido («algún») delata cierta indiferencia con la imprecisión del retrato, pero a la vez, custodia los recuerdos, y para ser precisos: el recuerdo de sí.
Cierta lucha de inteligencia deja traslucir el poeta al advertir la acumulación de los años, proyectándola hacia la anterioridad, hacia los viejos cuadros -el destino de los antepasados- «mientras la casa sueña», en una suerte de identificación con aquellos en los que también estaré.
«Solamente el recuerdo de los rostros/ nos permite el regreso» es un decir esperanzador y no creído del todo, a modo de placebo, para pensar o creer que de algún modo nuestra sombra se proyectará más allá del momento animado, a través de otros, a través de lo que dejemos.
La franqueza, el vocabulario cadencioso, formal, sonoro, y las imágenes hacen de este libro de poemas un verdadero aporte a la belleza y celebramos aquí su aparición.
Ricardo Rubio
EL ALMA COLECTIVA DE GARCÍA LORCA, por Ricardo Rubio
Cuando citamos a Federico García Lorca casi inmediatamente se nos presenta el modelo de un poeta que se funde a lo popular con una amplitud como quizá ningún otro de su tiempo. Representante cabal de la poesía andaluza, ofrece a los ávidos indagadores del verso el encanto desde lo fónico, el vigor característico de las letras españolas y también muchas novedades imperceptibles a los grandes públicos, entrelazadas en los contenidos.
Inmerso en una generación que ha elegido cantar para todos, es quien vuelve a despertar el interés por los versos, la ensoñación y lo sublime desde una tribuna cercana al entendimiento de la multitud. Es él quien reúne a niños, a hombres y mujeres y a ancianos alrededor de sus poemas, de sus obras teatrales y de sus títeres. Su trabajo genera una resonancia de gran espectro, fuera de todo elitismo, y no sería difícil caer en el error de creer que su obra es de tono menor, pero nada más lejano: la aparente simpleza, como un caballo de Troya, carga en su interior un mensaje corpulento, dramático, inoculado de una expresión que no es menos de lucidez que de instinto poético.
La función de conjunto genera a través de los años una resultante que será, a su vez, parte de una nueva proyección. Solemos llamar tradición a ese clima colectivo del que somos parte y que en parte cada uno conoce. La reunión de ideas y formas de una estructura creativa está, formada por retazos de otros caminos anteriores, de asuntos existentes y de sueños compartidos que no han llegado a nacer. Federico García Lorca es uno de los hitos en donde todo el antes encuentra el orden del después, donde las dimensiones dispersas se corporizan para ascender a otro estadio estético y donde la emergencia de lo cotidiano y de los grandes temas tradicionales se funden al preciosismo y a los tópicos universales.
Insertado en un ambiente intelectual post-humanístico, es el más amplio, el más novedoso y, paradójicamente, en cuanto a tradición se refiere, el más comprometido con lo popular, frecuentemente asociado a la gitanería, mito que él mismo desdeñaba.
Dice en una carta a Guillén:
«Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podría ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además el gitanismo me da un tono de incultura, de falto de educación y de poeta salvaje…»
Sea lo que fuere, ya gitanería o morería, la luminosidad juvenil, que lo acompañó durante su corta existencia, lo hace llegar y trasponer las puertas del hombre de pueblo, del hombre sencillo que huye de las oscuridades del hermetismo y de todo lo que no comprende. Razón por la que expresó:
«En este mundo yo siempre soy y seré partidario de los pobres. Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega.»
Logra así conectarse con el hombre común en el plano de los orígenes y de la sangre —es amigo de las criadas de su casa de las que oye canciones rurales, leyendas y supersticiones—, hermanado a sus cuitas, con el mismo sentir general y con las mismas necesidades que sus coterráneos, llegando aún más allá, desde su cosmogonía local, con fuerzas suficientes como para trasponer fronteras e idiomas, escuelas y estilos.
Mucho se ha hablado de lo que es ser poeta. Sin duda, como suele decirse, ser poeta es un modo distinto de mirar la vida. Pero, ¿cuál es ese modo de mirar? Si nos ceñimos al Lorca poeta o al Lorca dramaturgo, diremos que es la mirada de un joven casi inocente que suma experiencia, saber y conocimiento a un talento inagotable que no conoce límites a la hora de la creación. El duende, como él llama a la inspiración y que en su caso está siempre despierto, es un duende niño, pero sabio, que no evita la madurez ni la objetividad, que no por popular desconoce las preceptivas de su trabajo ni la historia que lo lleva.
Consciente de la estética practicada por su generación, se subordina a ella dando preferencia a la imagen poética por sobre todo recurso. Sus comentarios públicos son la prueba de cuánto luchaba su inteligencia por comprender el oficio, si se me da licencia de esta palabra. En nada improvisado, razonaba sobre la inspiración y la magia del hallazgo de los giros y las imágenes.
Como resultado, su lenguaje destella, cautiva y llena los corazones de los hombres más simples con el encantamiento de la palabra y con el arrobamiento de la musicalidad. Pero estamos hablando de un poeta contenido, a la vez diáfano y suspicaz, del mismo modo granadino que exótico. Hablamos de un gran lector, de un estudioso con soltura suficiente para jugar con los versos —en el mejor sentido de estas palabras—, para arrobar con su música y para llevar los grandes temas al sentir popular.
La inclusión permanente de símbolos universales apoya, sin equivocar nunca, el sentido de una escena. Encontramos un claro ejemplo en «Baile», de su libro «Poema del cante jondo», dice:
«La Carmen está bailando / por las calles de Sevilla…» y, luego del primer estribillo, dice:
«En su cabeza se enrosca / una serpiente amarilla, / y va soñando en el baile / con galanes de otros días.»
La serpiente —símbolo de la tentación, de lo oscuro, de la psique inferior, del instinto de posesión, además de fálico— está asociada (modificada) por el color amarillo, que representa el hambre y la sed. Esta interpretación nos lleva a pensar inmediatamente en el estado interior de la bailarina, un estado de sed erótica. Esta interpretación sólo llegará a los más avisados, entonces, el poeta dice que Carmen «va soñando en el baile con galanes de otros días»,es decir, enlaza dos versos de alto vuelo simbólico con otros dos que parecen repetir la idea, pero que llega claramente a todos los intelectos.
De «Cántiga do neno da tenda», de «Seis poemas galegos», que canta a un emigrado, extraigo este fragmento:
«¡Triste Ramón de Sismundi! / Sinteu a muiñeira d´ágoa / mentres sete bois da lúa pacían na súa lembranza. / Foise pra veira do río, / veira do Río da Prata. / Cauces e cabalos múos / creban o vidro das ágoas.»
Federico García Lorca sabe, intuye, que el lenguaje es la simplificación de ideas interiores, la manifestación más elevada, más intelectiva y más clara de los hechos expresivos. Conoce las diferencias entre la palabra cotidiana y la palabra poética y así accede a oídos que permanecieron sordos hasta entonces, oídos sin afinación que evitaban los hermetismos y la metafísica. Pese a ello puede introducir, de tanto en tanto, pinceladas surrealistas que no son resistidas sino aplaudidas. Del mismo modo, el instinto lo guía por los versos tramando la belleza, aún a pesar de sus giros más trágicos, aún a pesar del mensaje subliminal de su entrelínea.
¿Qué es la entrelínea en su poesía? ¿Cuál es el misterio de esa capacidad de enviar una idea a cada escalón intelectual que lo oye?
Lo instintivo sugiere, a las claras, una multiplicidad, un desdoblamiento. Los meta-mensajes parecen brotar a pura lucidez en un poeta de escritorio, y nada más lejano de la naturaleza de Federico. Su pluma se extiende, se desplaza con naturalidad sorprendente sobre un camino que parece muchas veces recorrido, por el que podría avanzarse a ciegas (en otros poetas redunda el de biblioteca que es siempre visible al buen catador). El instinto lo lleva por los caminos del contacto gregario donde cada oyente recoge un mensaje acorde a sus alcances y donde todos gozan por igual de su lirismo.
Del insoslayable poema «La casada infiel», de su «Romancero gitano», extraigo estos dos fragmentos:
«Fue la noche de Santiago / y casi por compromiso. / Se apagaron los faroles / y se encendieron los grillos.» Y más adelante: «Sin luz de plata en sus copas / los árboles han crecido, / y un horizonte de perros / ladra muy lejos del río.»
Cómo evitar la imagen cinestésica de la noche encendida por los grillos, como evitar los ladridos lejanos expresados aquí como un horizonte de perros. Giros, estos, inoculados de sonoridad para servirse de un locus ubi dispuesto al placer.
El encanto andaluz es uno de los aspectos distintivos que se extiende a lo largo de su vasta obra. En este sentido, la intensidad poética y lo castizo abundan de rasgos conocidos por todo hispanohablante, abarcando tiempos que le precedieron y aún que le procedieron. Se transforma así en un vate de múltiples centurias, adaptado a las expresiones del alma poética de todos los momentos, incluyendo el hoy: romances, coplas, canciones, composiciones de versos blancos y demás formas poéticas no le son ajenos, todas las formas son suyas, pero muy suyo el resplandor. Sin límites de vocabulario ni de metros ni de licencias, su talento lo lleva a ser un agudo observador del entorno, comprometido de igual modo con la belleza y con el otro.
Ejemplo de versos blancos, que parecieran escritos hace una horas, son los que encontramos en «Poeta en Nueva York». Un fragmento de «El rey del Harlem» nos sirve de ejemplo para advertir lo instintivo. Dice así:
«Las rosas huían por los filos / de las últimas curvas del aire, / y en los montones de azafrán / los niños machacaban pequeñas ardillas / con un rubor de frenesí manchado. // Es preciso cruzar los puentes / y llegar al rubor negro / para que el perfume de pulmón / nos golpee las sienes con su vestido / de caliente piña.»
Encontramos en estos ocho versos un decir poético comprometido con el expresionismo social, tal como lo conocemos en la actual poesía prosaica, y la presencia del instinto inmiscuyéndose en la asociación de los versos consecutivos: «los niños machacaban pequeñas ardillas / con un rubor de frenesí manchado», pues la expresión «frenesí manchado» surge por asociación sonora luego de haber escrito «niños machacaban». Instinto que atiende una precisión semántica en nada artificiosa.
De sus odas, la que escribe a Salvador Dalí deja traslucir el modelo de su lenguaje, modelo del que se han nutrido no pocos de los poetas posteriores. La primera cuarteta dice así:
«Una rosa en el alto jardín que tú deseas. / Una rueda en la pura sintaxis del acero. / Desnuda la montaña de niebla impresionista. / Los grises oteando sus balaustradas últimas».
Cada verso, un logro; cada imagen, un hallazgo. Ya muchos quisiéramos llegar a versos semejantes a «una rueda en la pura sintaxis del acero». Y como él mismo dijo alguna vez: «entretenernos con este juego encantador de la emoción poética».
La sonoridad se une al concepto, la imagen al recurso, el resultado a la vida. No hay distancias, más que formales, entre su lírica, su teatro y sus prosas; sus palabras encuentran el camino para autenticar la voz segura de un corazón tierno que abre sus puertas de par en par para regalar todo lo que su cuerpo encierra.
Considero, al igual que muchos otros lectores, que «Romancero gitano» es, en cuanto conjunto de poemas, el punto más alto de su producción. Aunque las formas se entrecrucen, la libertad emergente del fino desarrollo de los poemas y el dolor existencial de fondo hacen de esta obra un abrazo conmovedor del que muy pocos pueden sustraerse. Este libro es la prueba cabal de que no importa el estilo ni la forma ni el tiempo cuando el talento es común denominador.
Del «Romance del emplazado», extraigo este fragmento para resaltar el carácter trágico, aquí directo, que acompaña su obra. Dice:
«…mis ojos miran un norte / de metales y peñascos, / donde mi cuerpo sin venas / consulta naipes helados.»
Estos últimos dos versos demuestran la tragicidad: «mi cuerpo sin venas (sin sangre, sin vida) / consulta naipes helados.» Los naipes del adivino en los que traspone su destino aludiéndolo como «helado». Maravilla de una imagen en apariencia surrealista bajo el control de la precisión.
Como apreciamos, no sólo lleva el cante jondo a las composiciones de imagen, sino funde el coloquialismo con el lirismo, la estampa cotidiana con la psicología, la ironía con lo trágico, con igual inspiración.
La sugerencia psicológica, propia de la narrativa universal de su tiempo y extendida durante casi todo el siglo XX, se hace un lugar importante en su dramaturgia, pero, como de soslayo, acompaña la mayor parte de su obra. Convengamos que el tema psicológico es fundamento de toda manifestación artística, pero tratándose de la palabra el tema exige mayor denuncia, mayor aproximación al primer plano para ser considerado como tal. Un ejemplo de esta manifestación es, sin duda, «Canción tonta», del libro «Canciones». Dice así:
«Mamá. / Yo quiero ser de plata. // Hijo, / tendrás mucho frío. // Mamá. / Yo quiero ser de agua. // Hijo, / tendrás mucho frío. // Mamá. / Bórdame en tu almohada. // ¡Eso sí! / ¡Ahora mismo!»
Podríamos recargar de adjetivos su panegírico y aún así ser justos, podría su juventud haber pecado de voracidad literaria y de haber dado una obra apresurada y repetida, podría haber incurrido en la infatuación por las tempranas y amplias celebraciones que se hicieron de su obra.
Muchas cosas podrían haber sucedido, pero lo cierto es que el Fénix, según lo llamó León Felipe, nunca pisó en falso, pues su espontaneidad nunca tuvo que mirar dónde pisaba.
(Discurso del 15 de octubre de 2003, sobre Federico García Lorca en la Semana de Hispanidad en la Universidad de Ciencias Sociales y Empresariales, Cátedra España. )