EPANADIPLOSIS

Libros – Notas – Comentarios

TRAKL, por Victorio Veronese

TRACKL

TRACKL

 TRAKL

 

a la memoria de Jorge Smerling

 

Esta noche ningún color me conmueve y menos me emociona un mueble oculto en una habitación de un bosque donde el sol brilló durante la mañana.

¿Quién te dijo que la podredumbre relumbra en la verde charca y que cierta marea permite la curación de leprosos?

No escucho  música de violín  que surja de las baldosas de mi patio ni de ningún otro patio.

No hay presencia de ratas.

La luz de la luna no torna gris el rostro horrorizado en la pantalla del viejo televisor donde un tal Orson Welles interpreta a un tal Otelo de un tal Shakespeare.

Nadie que despierte después de violentas pesadillas, se inca y reza un Padre Nuestro, menos un Ave María, como pretende un tal Marcos Aguínis.

Hoy no registré a ninguna loca de suelta cabellera de pie junto a mi lecho  y tampoco vislumbré a una monja desnuda y flagelada rezando ante un Cristo martirizado.

Sos vos Georg que escribís estas historias de aparecidos, donde en el sótano de alguna casa deshabitada  un muerto pinta con su blanca mano de cera un silencio sarcástico sobre un muro.

No sé qué hace un ateo como yo siguiéndote entre tantos muertos-vivos, entre tantos sollozos sin lágrimas, donde un mirlo se divierte junto a su primo en un cementerio abandonado.

Sos vos quien me habla de imágenes puras de la muerte y de vitrales con efectos luctuosos y sombríos.

Los amantes de Caissa no dialogan con espectros y yo soy un amante de Caissa.

Acostumbro a dialogar sobre el tablero bicolor de sesenta y cuatro escaques donde conduzco mi ejercito de dieciséis trebejos sin pensar en arrodillarme ante nadie y menos ante un espectro que surge de una tumba o de un altar donde se celebran rituales cuyo objetivo es meternos miedo hasta del plato de sopa  servido por nuestra propia madre.

Decís que agonizar se convierte en un goce, decís que a lo lejos, pequeñas luces surgen de viejas chozas, Maldoror podría afirmar que de pequeñas chozas surgen viejas luces, es como decir: El látigo mueve el brazo del cochero y no el brazo del cochero al látigo.

¿Quién ejecuta al toro, quién lo desangra allí en esa frontera donde los cuervos chapotean en la sangre?  ¿Serán cuervos o apenas visiones de cuervos? ¿Y la sangre será sangre?-

También me decís que a ratos cae una palabra simple en el absoluto silencio del mediodía y que las llamas del fogón son sombras de grotescas sotanas y que bellas mujeres escuchan ese silencio mientras la sangre late en sus sienes. En tanto el vaho animal circula por las alcobas y sus codiciosas miradas se cruzan con las codiciosas miradas de sus hombres.

Afuera, más allá del vano de la puerta, canta un gallo.

Cuando las mujeres están en el campo sembrando, mientras tañen las campanas, también cantan.

Decís que los hombres se vuelven alegres en las jornadas en que hay que pisar uvas pardas y también decís que se abren de par en par las cámaras mortuorias espléndidamente tapizadas por la luz del sol.

Hacer descender y ascender los cubos de agua hasta convertirse en un hechizo y ver como el hechizo se convierte en decadencia y la decadencia en parpados inflamados, mientras la hierba reseca se entrega  al volumen de ásperos pies de una joven hermana, tal vez una niña, sin protestar.

Cuando la niña se detiene ante su imagen en el espejo, siente horror por su  supuesta pureza.

Georg, ¿qué niña o niño no siente horror de su propia virginidad? ¿Qué niña o niño no siente temor por la virginidad ajena?

¿Qué hacia la niña tendida, lánguidamente despierta, deliciosa, sobre esos edredones de arpillera totalmente mugrientos?

No respiraba fatigosamente, jadeaba, y sobre la almohada su boca, más precisamente su risa, era igual a una herida abierta.

En ese anochecer  aparecían y flotaban sangrientos lienzos en busca de mínimas, pequeñas, brevísimas  treguas, donde el amor se desliza hasta lograr restaurar el oro azul, sus tonos pardos, las luces extraviadas que caen fugitivas en los aposentos del mar, en el instante en que enloquecidas cornejas hartas  de sed y  hambre vuelan sobre desolados y tristes paisajes.

Tiempo aquel donde un hospital, una iglesia y un puente se alzaban fantasmales en el amenazador crepúsculo. Todo asumía su rol al escuchar ese gong perdido entre las futuras estrellas que más tarde o más temprano ornarían el cielo. Justamente te diría que no es en el parque donde los hermanos temblorosos se contemplan, es en el cielo. En el cielo.

Claro que en las alas de la locura siempre está tu Dios, que esconde  en siniestras buhardillas las guitarras que se inclinan sobre los acordes de algún reloj de pared empotrado en la pared.

Por qué decís que ojos turbios juegan su penúltima  carta al ritmo de los barcos que oscilan en el mar, en el río y sobre el asfalto de tu ciudad, si todos suponemos que tu ciudad carecía de asfalto.

Cómo puede ser que precisamente allí, donde tambalea la negra silueta de un loco, se vislumbren osamentas a través de muros averiados y  reparados y vueltos a averiar.

Fue allí donde decidieron disolver los impolutos sones de las guitarras que patrullaban los aires corrompidos y por decisiones de los ejercen los pecados capitales y  gracias a las pequeñas  ninfas que aspiran a que los  impolutos sones de las guitarras fueran disueltos en hipoclorito de sodio en los alrededores del Jardín de las Delicias, donde Hieronymus Bosch convocó con sombría seriedad  las muertes de ninfas que mamaban  rojos pezones con sus labios marchitos, en tanto lejías alcanforadas  resbalaban sobre los húmedos  bucles de una adolescente solar.

Es cierto que las ratas chillan y silban, silban y  chillan  en un basural, pero no es porque  están enamoradas, están famélicas.

Si un reloj de sol marca  la cinco, si un tenebroso espanto paraliza a los solitarios y los árboles desnudos zumban en los jardines del anochecer, qué muerto no se asomará a la ventana, mientras desde ese atalaya  fija sus  fríos ojos sobre los hombres que están clavando  el féretro en el jardín. Precisamente en el jardín, que no es el Jardín del Bosco.

Si los murciélagos chillan y los amantes se abrazan mientras duermen y hay luces que se extinguen en el viento y algún borracho deserta de una taberna, antes que la noche someta a la poca luz que le resta a la

muriente tarde.

Decís que el demente ha muerto.

Decís que a un aposento lo blanquearon con leche de cabra.

Y que en una isla del Sur esperan recibir al dios Sol.

Por eso se suceden grandes preparativos:

Suenan los tambores.

Los hombres practican danzas guerreras

y las mujeres mecen sus caderas entre el vino, el fuego y las flores.

Y el mar canta. Y las ninfas abandonaron los dorados bosques.

Mientras entierran al extranjero, una lluvia fulgurante cae sobre el féretro y los curiosos.

Un grupo de pequeñas niñas pobremente vestidas asistían a esa absurda ceremonia, nadie tenía piedad de ellas.

En ciertos aposentos había sombras que consumían drogas y se abrazan entre todas.

El hijo de Pan estaba presente, pero se ocultaba detrás de un disfraz como un simple jornalero.

Decís que en las ventanas del hospital los pacientes buscan el sol.

Cuando cae la tarde  los murciélagos danzan próximos al claustro. Será porque en el viejo asilo hay una barca que actúa de noche entre los despojos humanos.

En los muros del jardín yacen como en el Borda, fémures,   costillas flotantes, labios leporinos de pacientes recién ingresados que Jacobo Fisjman dejo olvidados en la pared del fondo, tuvo que ir Celia a rescatarlos. Pero no pudo.

Después de todo esto cómo no van a salir ángeles con sus alas salpicadas de inmundicias.

Después de todo esto cómo pensas que no va haber una larga hilera de condenados quejándose.

Georg, Georg… ¡No! ¡No! En el Calvario ningún Dios abre sus ojos para mirarnos y menos Él.

Vos  crees que en algún momento los abrió para verte o para ver a Celia o Fisjman o a Smerling o al mismísimo Allen Ginsberg. Dios ejecuta la más cruel de las danzas, su estrategia es dejarnos  librados a nuestra suerte, más, por donde andamos nosotros establece zona liberada.

Vos sabes que yo no creo en las versiones oficiales, que sostienen que el fin de tus días se debió a una sobredosis, no. Fuiste empujado a esa decisión porque estabas cansado como Smerling de esperar una señal de Dios.

Todos aquellos que poseen polvo en el alma decidieron por la sobredosis. Yo, repito, por los no milagros, por la ausencia de señales, por la indiferencia de Dios.

En algún lugar de tus confesiones, si es que son confesiones, decís que las sombras de los condenados descienden hacia las aguas quejumbrosas y que un mago blanco juega con sus serpientes. ¿Quién no juega con sus serpientes y quién no desciende hacia las aguas sollozantes?

Victorio Veronese

Victorio Veronese

Siempre el dolor desciende o asciende a la mirada del hombre, y no sólo del hombre también de las bestias y hasta en la mirada de los animales domésticos.

Los enfermos que se arrastran en otoño, son patéticos, y lo son también en primavera, en verano y en el crudo invierno. Porque la universal desdicha atraviesa no sólo la jornada de hoy, la angustia existencial atraviesa todas las jornadas de nuestras vidas, vos lo sabes: Dios no existe, si existiese sería el gran culpable, y no creo que vos, quieras declararlo culpable. Yo tampoco.

Si nuestro destino es mísero, ¿cómo sería el de Dios si existiera?

Qué diría del cuerpo sin vida de la huérfana encontrado por los pastores entre las malezas.

¿Por qué la mujer del anciano danza? ¿Por qué tiene el pelo mugriento? ¿Por qué la frente de los muchachos está excoriada por la lepra?

Porque Dios está en su ataúd y el ataúd es dorado.

Los caracoles se arrastran.

Los ciegos derraman incienso.

Las muchachas se arrojan sobre el cuerpo del Señor.

El pordiosero engulle su sopa.

La embriaguez del vino, el paladar de las nueces, el vértigo asociado a un posadero obeso que envuelto en nubes de tabaco posa sus manos sobre su pesado vientre.

Georg todos estamos en estado de agonía desde nuestro primer berrido. Los paisajes de nuestra infancia son la prolongación de ese berrido.

Tenés razón: qué pálidas son las madres.

No recuerdo dónde el caballo te miraba fijo. Vaya a saber qué pensaba de vos y de todo aquello que lo rodeaba. ¿Y cuando tenía sed también tomaba del estanque de nuestra infancia? Todo esto sucedió al principio, hace mucho tiempo, cuando gateabas.

Me decís que los frutos pueriles del saúco se inclinan sorprendidos sobre una tumba vacía, ¿será la nuestra?

Puede que Dios esté allí, donde gráciles criadas avanzan en la noche por callejuelas en pos de jóvenes pastores, para reunirse con ellos en sus chozas y elevar su dulce canto al cielo, a modo de gracias. Pero, ¿dónde está Dios cuando los leprosos se miran en las negras aguas o cuando arrojan sus sucios ropajes y se exponen con todas sus miserias ante ellos mismos? No creo que el balsámico viento que les llega de las colinas les alcance.

Cuando el sueño de la hermana es grávido, denso, pesado, el viento acaricia sus cabellos con los glaucos rayos de la Luna y la Luna en su silencio es majestuosa como una piedra majestuosa.

 

VICTORIO  VERONESE

 

 

 

6 febrero 2017 Posted by | GEORG TRACKL, VICTORIO VERONESE | , | Deja un comentario

«TRAKL», de VICTORIO VERONESE

Georg Trakl

Georg Trakl

TRAKL

a la memoria de Jorge Smerling

Esta noche ningún color me conmueve y menos me emociona un mueble oculto en una habitación de un bosque donde el sol brilló durante la mañana.
¿Quién te dijo que la podredumbre relumbra en la verde charca y que cierta marea permite la curación de leprosos?
No escucho  música de violín  que surja de las baldosas de mi patio ni de ningún otro patio.
No hay presencia de ratas.
La luz de la luna no torna gris el rostro horrorizado en la pantalla del viejo televisor donde un tal Orson Welles interpreta a un tal Otelo de un tal Shakespeare.
Nadie que despierte después de violentas pesadillas, se inca y reza un Padre Nuestro, menos un Ave María, como pretende un tal Marcos Aguinis.
Hoy no registré a ninguna loca de suelta cabellera de pie junto a mi lecho  y tampoco vislumbré a una monja desnuda y flagelada rezando ante un Cristo martirizado.
Sos vos Georg que escribís estas historias de aparecidos, donde en el sótano de alguna casa deshabitada  un muerto pinta con su blanca mano de cera un silencio sarcástico sobre un muro.
No sé qué hace un ateo como yo siguiéndote entre tantos muertos-vivos, entre tantos sollozos sin lágrimas, donde un mirlo se divierte junto a su primo en un cementerio abandonado.
Sos vos quien me habla de imágenes puras de la muerte y de vitrales con efectos luctuosos y sombríos.
Los amantes de Caissa no dialogan con espectros y yo soy un amante de Caissa.
Acostumbro a dialogar sobre el tablero bicolor de sesenta y cuatro escaques donde conduzco mi ejercito de dieciséis trebejos sin pensar en arrodillarme ante nadie y menos ante un espectro que surge de una tumba o de un altar donde se celebran rituales cuyo objetivo es meternos miedo hasta del plato de sopa  servido por nuestra propia madre.
Decís que agonizar se convierte en un goce, decís que a lo lejos, pequeñas luces surgen de viejas chozas, Maldoror podría afirmar que de pequeñas chozas surgen viejas luces, es como decir: El látigo mueve el brazo del cochero y no el brazo del cochero al látigo.
¿Quién ejecuta al toro, quién lo desangra allí en esa frontera donde los cuervos chapotean en la sangre?  ¿Serán cuervos o apenas visiones de cuervos? ¿Y la sangre será sangre?-
También me decís que a ratos cae una palabra simple en el absoluto silencio del mediodía y que las llamas del fogón son sombras de grotescas sotanas y que bellas mujeres escuchan ese silencio mientras la sangre late en sus sienes. En tanto el vaho animal circula por las alcobas y sus codiciosas miradas se cruzan con las codiciosas miradas de sus hombres.
Afuera, más allá del vano de la puerta, canta un gallo.
Cuando las mujeres están en el campo sembrando, mientras tañen las campanas, también cantan.
Decís que los hombres se vuelven alegres en las jornadas en que hay que pisar uvas pardas y también decís que se abren de par en par las cámaras mortuorias espléndidamente tapizadas por la luz del sol.
Hacer descender y ascender los cubos de agua hasta convertirse en un hechizo y ver como el hechizo se convierte en decadencia y la decadencia en parpados inflamados, mientras la hierba reseca se entrega  al volumen de ásperos pies de una joven hermana, tal vez una niña, sin protestar.
Cuando la niña se detiene ante su imagen en el espejo, siente horror por su  supuesta pureza.
Georg, ¿qué niña o niño no siente horror de su propia virginidad? ¿Qué niña o niño no siente temor por la virginidad ajena?
¿Qué hacia la niña tendida, lánguidamente despierta, deliciosa, sobre esos edredones de arpillera totalmente mugrientos?
No respiraba fatigosamente, jadeaba, y sobre la almohada su boca, más precisamente su risa, era igual a una herida abierta.
En ese anochecer  aparecían y flotaban sangrientos lienzos en busca de mínimas, pequeñas, brevísimas  treguas, donde el amor se desliza hasta lograr restaurar el oro azul, sus tonos pardos, las luces extraviadas que caen fugitivas en los aposentos del mar, en el instante en que enloquecidas cornejas hartas  de sed y  hambre vuelan sobre desolados y tristes paisajes.
Tiempo aquel donde un hospital, una iglesia y un puente se alzaban fantasmales en el amenazador crepúsculo. Todo asumía su rol al escuchar ese gong perdido entre las futuras estrellas que más tarde o más temprano ornarían el cielo. Justamente te diría que no es en el parque donde los hermanos temblorosos se contemplan, es en el cielo.
En el cielo.
Claro que en las alas de la locura siempre está tu Dios, que esconde en siniestras buhardillas las guitarras que se inclinan sobre los acordes de algún reloj de pared empotrado en la pared.
Por qué decís que ojos turbios juegan su penúltima  carta al ritmo de los barcos que oscilan en el mar, en el río y sobre el asfalto de tu ciudad, si todos suponemos que tu ciudad carecía de asfalto.
Cómo puede ser que precisamente allí, donde tambalea la negra silueta de un loco, se vislumbren osamentas a través de muros averiados y reparados y vueltos a averiar.
Fue allí donde decidieron disolver los impolutos sones de las guitarras que patrullaban los aires corrompidos y por decisiones de los ejercen los pecados capitales y  gracias a las pequeñas  ninfas que aspiran a que los  impolutos sones de las guitarras fueran disueltos en hipoclorito de sodio en los alrededores del Jardín de las Delicias, donde Hieronymus Bosch convocó con sombría seriedad  las muertes de ninfas que mamaban  rojos pezones con sus labios marchitos, en tanto lejías alcanforadas  resbalaban sobre los húmedos  bucles de una adolescente solar.
Es cierto que las ratas chillan y silban, silban y  chillan  en un basural, pero no es porque  están enamoradas, están famélicas.
Si un reloj de sol marca  la cinco, si un tenebroso espanto paraliza a los solitarios y los árboles desnudos zumban en los jardines del anochecer, qué muerto no se asomará a la ventana, mientras desde ese atalaya  fija sus  fríos ojos sobre los hombres que están clavando  el féretro en el jardín. Precisamente en el jardín, que no es el Jardín del Bosco.
Si los murciélagos chillan y los amantes se abrazan mientras duermen y hay luces que se extinguen en el viento y algún borracho deserta de una taberna, antes que la noche someta a la poca luz que le resta a la muriente tarde.
Decís que el demente ha muerto.
Decís que a un aposento lo blanquearon con leche de cabra.
Y que en una isla del Sur esperan recibir al dios Sol.
Por eso se suceden grandes preparativos:
Suenan los tambores.
Los hombres practican danzas guerreras y las mujeres mecen sus caderas entre el vino, el fuego y las flores.
Y el mar canta. Y las ninfas abandonaron los dorados bosques.
Mientras entierran al extranjero, una lluvia fulgurante cae sobre el féretro y los curiosos.
Un grupo de pequeñas niñas pobremente vestidas asistían a esa absurda ceremonia, nadie tenía piedad de ellas.
En ciertos aposentos había sombras que consumían drogas y se abrazan entre todas.
El hijo de Pan estaba presente, pero se ocultaba detrás de un disfraz como un simple jornalero.
Decís que en las ventanas del hospital los pacientes buscan el sol.
Cuando cae la tarde  los murciélagos danzan próximos al claustro.
Será porque en el viejo asilo hay una barca que actúa de noche entre los despojos humanos.
En los muros del jardín yacen como en el Borda, fémures,  costillas flotantes, labios leporinos de pacientes recién ingresados que Jacobo Fijman dejo olvidados en la pared del fondo, tuvo que ir Celia a rescatarlos. Pero no pudo.
Después de todo esto cómo no van a salir ángeles con sus alas salpicadas de inmundicias.
Después de todo esto cómo pensas que no va haber una larga hilera de condenados quejándose.
Georg, Georg… ¡No! ¡No! En el Calvario ningún Dios abre sus ojos para mirarnos y menos Él.
Vos  crees que en algún momento los abrió para verte o para ver a Celia o Fisjman o a Smerling o al mismísimo Allen Ginsberg. Dios ejecuta la más cruel de las danzas, su estrategia es dejarnos librados a nuestra suerte, más, por donde andamos nosotros establece zona liberada.
Vos sabes que yo no creo en las versiones oficiales, que sostienen que el fin de tus días se debió a una sobredosis, no. Fuiste empujado a esa decisión porque estabas cansado como Smerling de esperar una señal de Dios.
Todos aquellos que poseen polvo en el alma decidieron por la sobredosis. Yo, repito, por los no milagros, por la ausencia de señales, por la indiferencia de Dios.
En algún lugar de tus confesiones, si es que son confesiones, decís que las sombras de los condenados descienden hacia las aguas quejumbrosas y que un mago blanco juega con sus serpientes. ¿Quién no juega con sus serpientes y quién no desciende hacia las aguas sollozantes?
Siempre el dolor desciende o asciende a la mirada del hombre, y no sólo del hombre también de las bestias y hasta en la mirada de los animales domésticos.
Los enfermos que se arrastran en otoño, son patéticos, y lo son también en primavera, en verano y en el crudo invierno. Porque la universal desdicha atraviesa no sólo la jornada de hoy, la angustia existencial atraviesa todas las jornadas de nuestras vidas, vos lo sabes: Dios no existe, si existiese sería el gran culpable, y no creo que vos, quieras declararlo culpable. Yo tampoco.
Si nuestro destino es mísero, ¿cómo sería el de Dios si existiera?
Qué diría del cuerpo sin vida de la huérfana encontrado por los pastores entre las malezas.
¿Por qué la mujer del anciano danza? ¿Por qué tiene el pelo mugriento? ¿Por qué la frente de los muchachos está excoriada por la lepra?
Porque Dios está en su ataúd y el ataúd es dorado.
Los caracoles se arrastran.
Los ciegos derraman incienso.
Las muchachas se arrojan sobre el cuerpo del Señor.
El pordiosero engulle su sopa.
La embriaguez del vino, el paladar de las nueces, el vértigo asociado a un posadero obeso que envuelto en nubes de tabaco posa sus manos sobre su pesado vientre.
Georg todos estamos en estado de agonía desde nuestro primer berrido.
Los paisajes de nuestra infancia son la prolongación de ese berrido.
Tenés razón: qué pálidas son las madres.
No recuerdo dónde el caballo te miraba fijo. Vaya a saber qué pensaba de vos y de todo aquello que lo rodeaba. ¿Y cuando tenía sed también tomaba del estanque de nuestra infancia? Todo esto sucedió al principio, hace mucho tiempo, cuando gateabas.
Me decís que los frutos pueriles del saúco se inclinan sorprendidos sobre una tumba vacía, ¿será la nuestra?
Puede que Dios esté allí, donde gráciles criadas avanzan en la noche por callejuelas en pos de jóvenes pastores, para reunirse con ellos en sus chozas y elevar su dulce canto al cielo, a modo de gracias. Pero, ¿dónde está Dios cuando los leprosos se miran en las negras aguas o cuando arrojan sus sucios ropajes y se exponen con todas sus miserias ante ellos mismos? No creo que el balsámico viento que les llega de las colinas les alcance.
Cuando el sueño de la hermana es grávido, denso, pesado, el viento acaricia sus cabellos con los glaucos rayos de la Luna y la Luna en su silencio es majestuosa como una piedra majestuosa.

Victorio Veronese

Victorio Veronese

 

24 febrero 2016 Posted by | GEORG TRAKL, VICTORIO VERONESE | , | Deja un comentario

LAS «PIEDRAS», por VICTORIO VERONESE

Variaciones sobre una escultura de Hirotoshi Itoh aka Jiyuseki

LAS PIEDRAS

a Roger Caillois,
Homenaje a un enemigo.

No es cierto que una piedra que se asemeja a un haba impida a los perros ladrar y que las piedras del Monte Micenas nos protegen de toda visión monstruosa.
Tampoco es verdad que hay piedras cuyo nombre ignoro que protegen a las vírgenes de toda violación.
No creo en nada de lo que cuentan Tesifón y Aristóbulo.
No creo a Heráclides cuando sostiene que en el Monte Ida, donde aqueos y troyanos practicaban dantescas carnicerías, hubiera piedras que se hacen visibles mientras se celebran los cónclaves de césares y de dioses.
Afirmar que los betilos sos piedras arrojadas desde el cielo envueltas en un círculo de fuego y que en Ahaia (¿está próxima a Thesalia, donde Apolo mató a la Pitón?), en Arcadia, en Beocia (¡oh Píndaro!) y en Siria se les rinde culto, es como afirmar: todo eso tiene que ver con Roger Caillois porque fue invitado por Victoria Ocampo a conocer nuestras pampas y que todo lo que acontece tiene relaciones quién sabe con qué arcanos venidos de otras galaxias.
Si el Infinito no tiene ni principio ni fin, ¿cómo se puede hablar del principio del caos?
Hablar de las mallas quebradizas del cobre extraído del lago de Michigan y encabalgarlo a algo que jamás estuvo vivo y vestirlo, pretencioso, con un sudario ligero y a la vez suntuoso es una pretensión estéril.
¿Si no es de las entrañas del surrealismo, cómo alguien puede referirse a los jaspes como objetos de demencia y esquizofrenia?
Si no es desde las entrañas de la poesía, cómo se puede escribir:
“Un universo de  volutas, de ramajes, de majares,  de pleuras,  donde emergen rostros despellejados, junto con un abanico de músculos en carne viva en la cavidades de los huesos”
Senos cortados al ras, pezones inflados, cuerpos crucificados por corrientes que los paraliza o no, mientras se enumeran utensilios como: husos, bobinas, lanzaderas, agujas, hilos de coser, trompos, muñecas talladas en ébano, en boj, muñecas rubias, muñecas negras, escaques donde los alfiles se deslizan por las diagonales sin desprenderse de sus bonetes de tres pompones o sus mitras de obispos, todo reducido a una tela pintada dentro de una jaula colmada de suspiros traídos desde otro universo, donde Caissa decide sobre una sábana mojada que luce una órbita de pestañas azules tatuadas en los hombros de vírgenes enamoradas de Safo, a la que le envían epístolas de amor robadas de un banquete celebrado en un crucero que navega entre las islas del Egeo.

Roger Caillois

Roger Caillois

La septaria nada tiene que ver con una estalactita, pero sí con un blister del tamaño de los de cafiaspirina y nos recuerdan corolas donde la nostalgia se empapa de migrañas que se convierten en tabiques que inundan nuestras fosas nasales, donde los obenques se transforman en imprescindibles diagramas voluptuosos e inquietos, pero carecen de entusiasmos igual que una espiral en una celda vacía.
Claro que se puede decir en una página impar que la imagen de un ágata es abstracta y en una par que es un dibujo de una perfecta sencillez y compararlas con pájaros que vuelan en círculos adheridos a los vientos alisios, vientos que ofrecen sus nervaduras a los rayos del sol, como una vana historia de ágatas en pena.

«Piedras» de Roger Caillois

Me olvidé de comentar que una piedra septaria puede ser de color beige, marrón o amarillo.
Las ágatas están vinculadas a los látigos de los torturadores. También a las tejas verdes y a la piel de las serpientes. Dicen que los Borgias eran afectos a las ágatas. A veces ondas azuladas las atraviesan como  sismógrafos enloquecidos.
Los minerales, como los peces y las flores, primero pierden el color, después las formas, entonces nos quitamos los guantes y los zapatos y los arrojamos lejos, junto a hojas de papel de arroz heredadas de la dinastía Ming.
Qué pensaría Victoria de todo esto al ver reflejado su bello cuerpo desnudo en los espejos de las habitaciones donde celebraba las ceremonias más íntimas con Roger.
¿Qué es eso de desviar la mirada cuando estamos frente a una piedra de silicato de magnesio y el azar decidió que esa piedra se convierta en una pipa de espuma de mar para ser llevada al lienzo por Magritte?
¿Cómo puede ser que haya columnas y agujas imaginarias, si estamos en territorio ferozmente poético? En el continente poético nada es imaginario, nada es virtual.
Afirmar que las piedras no tienen independencia ni sensibilidad ofende a Erato y a Euterpe. Querido Roger, estos tratamientos tan bellamente sutiles fueron los que te enfrentaron con Bretón y Eluard hasta extenuar la vida de partículas rebeldes manipuladas por industriales condenados a la avaricia.
El esplendor del ágata visita los círculos consumidos por los marsupiales que descienden de los cobres cuando se confunden con los vicios amarillos igual a mínimos cristales cómplices de las aguamarinas que se suceden sin abrazarse al coleóptero que sigue su derrotero gris sin volver su mirada atrás.
La che-tche es carnosa, es coral, es blanca, es negra al barniz,  es transparente y brillante. Tiene forma de hongo. Está adosada a piedras más grandes o a rocas más pequeñas. Aparenta a algo vivo, tiene cabeza, cola y cuatro o más extremidades y vive alejada de viandas de tres o cuatro pulgadas.
Decís que hoy en las tiendas de Pekín y las grandes ciudades de China y de Japón pueden comprarse piedras con diseños elegantes,  colocadas en nichos fabricados a medida. Roger: ¡cuánto fraude traducido en vituallas!
Roger,  hoy, en las tiendas de quincallería de San Telmo hay piedras que ocultan su verdadero nombre detrás de máscaras que laten en el trajinar de los transeúntes: mujeres y hombres que desfilan luciendo sus tatuajes a paso de tango por los adoquines o sentados en las terrazas de los bares, ayer eran pulperías, por donde anduvo Gabino Ezeiza con su guitarra, sus versos y sin tatuajes, a no ser, un navajazo cruzándole la mejilla.
Tou Wan descendiente del poeta Tu Fu, en su Catálogo, describe los minerales más buscados y los lugares de origen.
Si el ágata mexicana, después de ser pulida por el tiempo, adopta la forma de un hacha que se alarga bruscamente como un falo y asume una terca voluntad de vivir y si la nada del cielo se llama vacío y la de las montañas caverna y la del hombre retirada, entonces, Roger, ¿de qué lado de la vida está nuestro canto?

Victorio Veronese

Victorio Veronese

VICTORIO VERONESE

1 octubre 2015 Posted by | ROGER CAILLOIS, VICTORIO VERONESE | , | 1 comentario

EL PROFESOR DE AJEDREZ, novela de Victorio Veronese

EL PROFESOR DE AJEDREZ DE VICTORIO VERONESE

 Por Margarita Ferrer

Victorio Veronese

Victorio Veronese

La novela siempre ha sido un género difícil de delimitar, sobre todo a partir de la narrativa desarrollada en el siglo XX, cuando el género busca otras formas de expresión y otra manera de narrar. Uno de los rasgos que la caracterizan es precisamente la complejidad, no solamente en las líneas de acción que se tienden en la historia sino también en las problemáticas de los diferentes personajes, en la estructuración temporal de la historia y,  fundamentalmente, en la invención de una trama. La trama es- como afirma Paul Ricoeur- el medio privilegiado para reconfigurar la experiencia temporal. Y es a través de una trama que  los acontecimientos diversos y dispersos adquieren la categoría de una historia.

En la novela El profesor de Ajedrez del escritor  Victorio Veronese- publicada este año en Buenos Aires por Ediciones de La Luna Que (119 páginas)- nos encontramos con una trama que se despliega ante los ojos del lector como una partida de ajedrez, en la que los contrincantes son, en primera instancia, el narrador y el receptor. Un narrador que podemos claramente identificar con el profesor de ajedrez, aunque la persona gramatical no siempre coincida.  Y un lector que va jugando sus piezas, avanzando y retrocediendo en historias de vida construidas en el espacio de la escritura.

La lectura de la novela nos deja la impresión de estar sumergidos en la exhibición de una serie de estrategias destinadas, como en el ajedrez,  a “derrocar” al adversario. Es esa misma tensión de contrarios del juego de ajedrez que se advierte en la lectura de la novela, cuya historia está  atravesada,  esencialmente, por situaciones binarias de opuestos planteadas desde el inicio del relato: el “ negro de mierda” y el rubio  de la zona norte de Bs. As; el ateo y el creyente; el hombre y la mujer en la intersección de sexo y violencia; la prosa y el verso para expresar un mismo acto sexual; en fin Eros y Thanatos, las dos pulsiones fundamentales de la existencia, la de la vida y la de la muerte.

EL PROFESOR DE AJEDREZ de Victorio Veronese

EL PROFESOR DE AJEDREZ

Hay un presente histórico argentino, y también  un pasado que se entrelazan con las conversaciones de los personajes que viven en Buenos Aires, en un espacio geográfico concreto y en donde hay una clara posición  político-ideológica tomada.

En la contratapa del libro, su autor, Victorio Veronese afirma:

La soledad del lector o lectora, ¿con qué se va encontrar en El profesor de ajedrez?. Con las eternas preguntas del porqué del Universo y del ser humano en él, con un erotismo a veces violento a veces tierno, dulce,  siempre oponiéndose a Thánatos, porque Eros sabe que es el único que lo ofende.

¿Con qué se va encontrar la lectora o el lector de El profesor de ajedrez?. Con Arlt, con Borges, con Tomás Alva Negri, con Perse, con Jorge Smerling, con Henry Miller, con la Jelinek, con Videla, con Massera, con Allen Ginsberg, y tantos otros.

Con Maradona frente a Winston Churchill.

Con Bobby Fischer que escupe un telegrama que le envió el Departamento de Estado… y con mi soberbia.”

Margarita Ferrer

Margarita Ferrer

“El Tiempo” de Azul, 15 de septiembre de 2013

 

23 septiembre 2013 Posted by | MARGARITA FERRER, NOVELAS, VICTORIO VERONESE | , , , | Deja un comentario

El Profesor de Ajedrez, novela de Victorio Veronese

FRAGMENTO DE «EL PROFESOR DE AJEDREZ»

EL PROFESOR DE AJEDREZ de Victorio Veronese

EL PROFESOR DE AJEDREZ de Victorio Veronese

La doctora mostró a los familiares de los talleristas, el tablero mural de ajedrez, con las piezas magnéticas, en el cual el profesor da las clases. Ella dijo unas palabras y le pidió al profesor que también se dirigiese a los presentes. Lo hizo. Lo aplaudieron igual que a la doctora.
Uno nunca debería curarse de una adicción, tendría que conservarla, protegerla, incentivarla y dinamizarla. En todo caso substituirla por otra. La cocaína por la computadora.

Al profesor le pareció que a la doctora le gustó que la aplaudieran.

Caminaba por Vicente López hacia el norte, mientras una chica rubia venía de frente hablando por el celular. Un muchacho rubio y alto, que avanzaba como el profesor, la atropelló. La chica se dio vuelta y le dijo: «¡Negro de mierda!». A un rubio le dijo: «¡Negro de mierda!».

Al profesor, a esta altura de su vida, no le importa que lo aplaudan o no.

La adicción a la computadora se podría reemplazar por viajes. Cambiar el paisaje virtual de la pantalla, por el real de las sierras de Córdoba o las playas de Pinamar o por puerto Madryn, con sus colonias de lobos marinos, o por algún pueblito de Calabria o de Andalucía, en verdad, por cualquier paisaje, porque detrás de cada paisaje está Dios. El profesor se declara ateo. Por eso tiene buena relación con Dios. No tiene ningún condicionamiento. No le teme. No lo ama. No lo odia. El creyente le teme. No puede haber una buena relación si el miedo está presente. Además, si Dios existiera, no le gustaría que le teman. El miedo es ajeno al amor, por lo tanto es ajeno a Dios.

«¡Negro de mierda!», cómo se le puede decir a un joven rubio, «¡Negro de mierda!». Esa chica, ¿creerá en Dios? El profesor piensa que sí. Esa chica está convencida que todos los que la empujan por la calle son negros de mierda. Bolivianos de mierda. Peruanos de mierda. Santiagueños de mierda. ¡Sargento Cabral de mierda! Dios, que todo lo ve, qué habrá pensado de esa chica que le dijo al muchacho rubio, «¡Negro de mierda!». ¿Habrá pensado que se equivocó? ¿Y que todos tendríamos que ser blancos? Nada de negros, de amarillos, de mestizos, todos blancos, así habría un solo insulto: «¡Blanco de mierda!», entonces la chica no se habría equivocado.

Victorio Veronese

Victorio Veronese

 

 

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La soledad del lector o lectora, con qué se va encontrar en El profesor de ajedrez, con las eternas preguntas del porqué del Universo y del ser humano en él, con un erotismo a veces violento a veces tierno, dulce,  siempre oponiéndose a Thánatos, porque Eros sabe que es el único que lo ofende.

Con qué se va encontrar la lectora o el lector de El profesor de ajedrez, con Arlt, con Borges, con Tomás Alva Negri, con Perse, con Jorge Smerling, con Henry Miller, con la Jelinek, con Videla, con Massera, con Allen Ginsberg, y tantos otros.

Con Maradona frente a Winston Churchill.

Con Bobby Fischer que escupe un telegrama que le envió el    Departamento de Estado… y con mi soberbia.

 

26 julio 2013 Posted by | VICTORIO VERONESE | , , , | Deja un comentario

   

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